lunes, 13 de junio de 2011

Lo mejor del Borda, su gente.

Javier Calamaro convocó a un Festival por el Borda, el hospital de salud mental o manicomio de la Ciudad de Buenos Aires.

La convocatoria era acción en lugar de resignación. Hace más de cincuenta días que no hay gas en el Borda. Javier invitaba al encuentro diciendo “ya no esperamos que conecten el gas, pedimos abrigo”. La cita era a las 13 del sábado 11 de junio. Allí estuve, fuimos con Luciano, mi hijo de 12 años a dejar algunas cosas. Pedían frazadas, medias, zapatillas, ropa de abrigo, lo que tengas. Podés seguir llevando cualquier sábado, ellos se reúnen para hacer su programa y reciben allí las donaciones.

Destacaba Calamaro que en el Borda te encontrás con pacientes de todo tipo, incluso hay profesionales de distintas carreras que un día se refugiaron en la locura y no volvieron más, o al menos, no del todo.

Llegado el día, fuimos. Yo nunca había entrado al Borda, aunque durante los años que viví en zona Sur pasaba por la puerta a diario, hacía mucho tiempo que no pasaba por ahí pero cuando un barrio formó parte de tu historia, es difícil perderte.

Casi como una señal, llegamos a un semáforo y cuando se abrió el paso para nosotros, un silbato sonó. Detrás de un auto asomaba un loco lindo que parecía puesto ahí para guiarnos. Él parecía feliz sólo con hacer sonar el silbato y con entusiasmo daba la orden de avanzar, cual agente de tránsito, sólo que vestido de civil, de civil muy pobre. Verlo fue suficiente, era la calle indicada, aunque no había cartelito.

Al llegar no sabíamos que podés ingresar con el auto, por lo que dimos una vuelta enorme y al volver a llegar a la entrada, preguntamos tímidamente ¿Cómo llego al festival?  Y nos indicaron con una amabilidad que ya no está de moda cómo unirnos al resto de la gente.

Dentro del hospital, el paisaje es desolador, no creas que podés imaginarlo, es más deprimente que eso que puedas estar figurándote. No se puede comprender, ni aceptar y mucho menos resignarse a que un se lo haya abandonado tanto porque, al parecer, hay cosas más importantes y más rentables desde hace añares, que la dignidad de un puñado de locos.

Al recorrer el corto trayecto hasta el festival, comencé a entender el llamado de Javier. Sumar a lo que se ve, la falta de gas es inimaginable. Hay calles, como en otros hospitales, un par de barreras y garitas seguridad. Parque entre los pabellones, o más bien un terreno raleado que luciría muy diferente si acondicionaran el césped; enormes pabellones cuya pintura fue lavada por años o décadas de lluvias y vientos.

Dejamos el auto por ahí, bajé y caminé hacia un grupo de gente, adivinando que eran los que buscábamos. Apenas había dado unos pasos, Juan, uno de los internados en el Borda, se acercó con suma calidez a saludar y hasta se preocupó al verme sola. Estaba contento porque había muchas visitas y porque el sol lo abrigaba. Cuando le comenté que detrás venía mi hijo, su alegría fue enorme. Los presenté, Luciano habló con Juan unos minutos como si se conocieran, le preguntamos adónde había que dejar las cosas. Luciano notó que Juan no te contestaba una pregunta hasta que no respondías la de él, por lo que le contestó su edad y nos llevó hacia la pila donde había donaciones.

Nos cruzamos en ese momento con Javier Calamaro, saludando. Se notaba que lo quieren mucho, se sacaron una foto varios con él y hacían bromas. Lo acompañaron hasta el auto y se notaba el cariño que le tienen.

Juan se despidió, llegaba otro auto y parecía sentirse a cargo de recibir a cada uno. Las ganas con las que te recibe se adivinan en su rostro con cada persona que llega.

Luego empezó el programa de La Colifata. Nos quedamos un ratito porque aún no habíamos almorzado y ya eran más de las 2 de la tarde. El programa se hace al aire libre, se sientan en ronda y van presentándose todos. El sábado éramos muchos; por eso, fue al azar la presentación.

Nos contaron lo sabido, llevaban ya 52 días sin gas, al parecer cortado por obras del Gobierno de la Ciudad. No pueden calentar agua para el mate, ni bañarse, ni cocinar, ni encender una estufa… A la tristeza del paisaje la contrarrestaban el sol y la onda de la gente.

Nos habló Sergio, psicólogo que lidera el proyecto de La Colifata, acerca de su trabajo por la desmanicomialización, su proyecto está muy lejos de dejarlos en el olvido. Trabaja desde su lugar por un ambicioso objetivo: la integración y, para alcanzarlo, creo que es necesario que cada gobierno que haya en la Ciudad lo acompañe de cerca y dignifique las instalaciones y los servicios.

La tarde soleada y la gente que se acercaba a participar y a acompañarlos, les brindaba alegría y contención. Los profesionales y voluntarios que los acompañan, los tratan con respeto y como si por un momento se olvidaran de sus locuras. Ellos responden a ese estímulo, quieren contar cosas, compartir y, si alguno se desorganiza, lo retan con suavidad y cariño. 

Lo que más nos sorprendió, fue la risa espontánea, la alegría genuina que transmitían, la voluntad de hacer, la cordialidad que acompañan a los locos del Borda. Cuando salimos, Luciano comentó al pasar, si estos tipos no estuvieran locos, no podrían reírse viviendo ahí. Me dejó pensando ¿Hay que estar loco para reír? ¿Cuál es el límite entre la locura y la cordura? ¿No es de locos cortar el gas del Borda durante casi dos meses y dejarlos pasando frío?

Creo que más y más gente debería acercarse al Borda y aprender que aún en el paisaje más desolador, un loco puede reír a carcajadas con alegría genuina. Sería bueno poder hacer lo mismo sin cruzar ese límite tan frágil que lleva a la locura.

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